Un antiguo mito griego nos explica la historia de Pigmalión, un escultor que hizo la estatua de una mujer. Representaba a la mujer de sus sueños, y la llamó Galatea. La estatua era tan perfecta que Pigmalión se enamoró de ella y empezó a tratarla como si de una mujer de verdad se tratara, como si estuviera viva. Finalmente, mientras Pigmalión dormía, Afrodita dio vida a la estatua al ver el amor que Pigmalión sentía por ella.
Este mito da nombre a lo que hoy en día conocemos como el “efecto Pigmalión”, ya que superó lo que esperaba de sí mismo y al creer que la estatua estaba viva esta llegó efectivamente a estarlo.
En épocas más modernas el mito es el origen en la obra de teatro Pigmalión de George Bernard Shaw o en películas como My Fair Lady y del cuento de Pinocho.
¿De qué estamos hablando? Pues… ¡del poder de las expectativas!
Sí, las expectativas que yo tengo sobre otras personas (mi pareja, mis hijos, mis jefes, subordinados, compañeros de trabajo o de equipo) influyen directamente sobre ellos.
Veamos algunos ejemplos:
Si un empleado recibe la continua aceptación de su jefe, es muy posible que aquel exhiba un alto desempeño en sus funciones y, por tanto, su rendimiento sea más alto, a la vez que efectivo.
Si, por el contrario, sus capacidades son siempre cuestionadas por su superior, la actitud indiferente y la desmotivación por parte del subordinado irán aumentando, lo que incuestionablemente conllevará una disminución de la cantidad y calidad de su trabajo.
En el mundo de la empresa, el efecto Pigmalión viene a significar que todo jefe tiene una imagen formada de sus colaboradores y los trata según esta imagen; pero lo más importante es que esa imagen es percibida por el colaborador aunque el jefe no se la comunique. De esta manera, cuando es positiva, todo va bien, pero cuando es negativa, ocurre todo lo contrario.
¿ Y qué ocurre en un colegio?
Rosenthal, en su famoso libro “Pigmalión en la escuela”, explica el siguiente caso que sirve para ilustrar lo que estamos explicando:
Realizaron un test de capacidades a alumnos de una escuela de entre 7 y 11 años de segundo al quinto curso. Sin corregir los tests, comunicaron a los profesores que una mitad de cada clase, elegida al azar, era muy brillante, mientras que la otra mitad no lo era.
¿Qué ocurrió después? Los resultados de la mitad de los alumnos que se habían considerado más brillantes (aunque en realidad no lo eran) fueron sensiblemente superiores al final de curso, respecto a la otra parte de la clase que se había considerado menos “brillante”.
Como conclusión, Rosenthal defiende que las expectativas positivas que los profesores proyectaron sobre el grupo de alumnos al que consideraron más brillante, facilitó su aprendizaje. Y al contario con el otro grupo
¿Qué quieren demostrar todos estos ejemplos? Algo muy sencillo: lo que esperamos de los demás, tanto en sentido positivo como negativo, condiciona nuestro trato con ellos y la otra persona lo percibe.
Cuando esperamos algo bueno: la persona se siente querida, apreciada, aumenta su confianza en si misma, se esfuerza, trabaja porque sabe que alguien espera resultados positivos, su esfuerzo y trabajo le llevan a alcanzar sus objetivos y al final consigue lo que se esperaba de ella, lo cual refuerza su confianza.
Cuanto más esperes de los demás, más se involucrarán, pues detectarán en ti tu aprecio, tu paciencia y tu interés.
¿Qué sería de nosotros si no esperáramos nada de la vida?
¿O si esperáramos cosas pero las anticipásemos negativas?
Aquí aparece de nuevo el pensamiento positivo. Las personas que esperan cosas buenas de la vida se orientan hacia las oportunidades y crean en gran medida su suerte.
Si yo creo que mi futuro será mejor, que un futuro mejor es posible, invertiré tiempo, esfuerzo y trabajo en ese futuro que deseo. Así lo alcanzaré.
Pero ¿qué ocurre si yo tengo una visión pesimista de la vida, si pienso que las cosas aún me pueden ir peor? Pues que seguramente eso es lo que me va a pasar.
Y esto no me ocurre solo a mí. Como ya hemos visto, también es válido con lo que pienso o espero de los demás.
Unas preguntas que puedo hacerme a mí mismo:
¿Qué pienso o espero de mi vida?
¿Qué pienso o espero de mis hijos?
¡Cuidado, lo que pienses o esperes de ellos es lo que les transmitirás!
Jordi Salat